La exposición
que late ante nuestros ojos podría definirse como un oleaje bifurcado: por un
lado, el tacto de la mirada (la fotografía), y por el otro, la mirada del tacto
(la pintura). Es en esa paradoja conceptual donde se funda la obra que nos
convoca en este instante. Dos detenciones del movimiento que vuelven a
bifurcarse para lograr su plasticidad: mientras que en la fotografía se captura
la imagen de una realidad inmediata, en la pintura se construye una realidad
transmutada en imagen. Así, en este juego de ecos y reverberaciones, acudimos a
dos lenguajes próximos y disímbolos: el fotógrafo como testigo y el pintor como
intervención. Identidades disueltas, al fin y al cabo, en lo que podríamos denominar
una frontera híbrida.
Esa frontera parece
estar inyectada de lo que Shklovski llamaba “extrañamiento”, es decir, extraer
un objeto de su cotidianidad para llenarlo de arte, de sensación de vida. Agua,
latido, irrigación. MarArado.
En lo que respecta
al universo fotográfico, Jorge Coco Serrano nos propone una acertada y lúdica
poética del reflejo. El mar se despoja de sus capas de profundidad y se nos
aparece tendido en la arena con su pátina más laminada, un espejo líquido con
hambre de presencias. Si algunos fotógrafos como Eugene Atget se valieron del vidrio
de los escaparates para crear una síntesis ambigua de reflejos y corporeidades,
Coco Serrano se vale del rastro de la marea para capturar anatomías y volúmenes
que se transmutan en platitud. Los cuerpos humanos se evidencian por su
inmaterialidad cristalizada en una estética de lo fluvial, de ahí que para hablar
de estas figuraciones desleídas tengamos que recurrir al concepto de “instante
decisivo” del que Bresson se valía al capturar un parpadeo, una huella de luz concebida
como única e irreproducible. Podemos imaginar a Coco Serrano esperando el
caballo de la ola, su alfombra de baba dispuesta sobre la playa para disparar
una instantánea en el momento justo de apresar siluetas antes de que su espejo
refractor desaparezca. Es así como se crea un haz lumínico en el que se
involucra directamente al espectador: si las fotos atestiguan el reflejo de
unos cuerpos, esos cuerpos ¿dónde están?, ¿entre nosotros?, ¿detrás de
nosotros?, ¿somos nosotros? En su famosa obra La cámara lúcida, Roland Barthes afirmaba que la fotografía repite
mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente, es decir, “le
añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto”.
MarArado. Arañar aquello que huye.
Yéndonos al otro
oleaje que hoy nos convoca, la pintura, vemos cómo ese arar se vuelve palpable.
Capas de sedimento, geología del rasguño, colores pronunciando un diafragma en
profundidad. Lo figurativo del reflejo se trastoca en arenisca, expresionismo
de un tacto salino, plancton acumulado en sus destellos. La técnica evidencia
una relación sustancial entre lo mirado y lo tocado, de pronto el mar se
coagula en su horizontalidad, deviene horizonte, cromatismo coagulado. No hay
cuerpos sino sustancias, luz solidificada en paisajes esencialistas. Texturas y
abstracciones que nos remiten al lenguaje perimetral de Rothko o a las
superficies informalistas de Barnett Newman. Emociones abstraídas, gestos
erosionados de un agua fosilizada.
MarArado nos invita
a ser seres salinos, a deconstruirnos en granos y minerales de una excavación
profunda: aquella que la mirada hurga y mantiene su equilibrio entre los restos
de una asmática marea. Seamos, pues, el oleaje y asumamos sus restos.
(Tres obras de la exposición by Jorge Coco Serrano)
***
El texto formó parte en la inauguración del pasado jueves 15 de noviembre en "Madre Flaca" (c/ del Olmo 26, Madrid). La expo puede disfrutarse hasta el 15 de diciembre de 2018.
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