Hace unos cuantos años, en el Museo
Nacional Centro de Arte Reina Sofía, me encontré con una obra de Hans Bellmer
que me produjo un impacto inmediato que se prolongaría por mucho tiempo,
incluso hasta la fecha. Se trataba de una fotografía en la que aparecía la cara
casi a medio perfil de una mujer, probablemente una niña o una adolescente. La
mujer aparecía con el cabello semi suelto y con una máscara de yeso que le
cubría el rostro entero salvo la mirada, esos ojos que entraron en mí como dos
agujas, dos filos de oscura estrella. ¿Una malformación, una deformación
facial, una mujer herida y damnificada por la guerra? Las preguntas y las
posibles causas de aquella imagen comenzaron a asolarme sin descanso. Con el paso del tiempo, la imagen se aparecía
recurrentemente en mi interior como un signo fluorescente, una conflagración de
raíces eléctricas, un espanto de esfera en blanco y negro, una semilla de
frutos mortecinos.
La imagen me relampagueaba por dentro
y la curiosidad me empujaba a investigar sobre ella, pero de igual modo algo me
detenía a indagar en su historia. Es algo común en mí. Cuando algo me intriga
lo dejo expandirse unos años y luego, el día menos pensado, me lanzo a
auscultar sus imanes. Y ese día llegó. Investigué sobre la obra y un escalofrío
me recorrió el cuerpo cuando descubrí que la fotografía de aquella mujer no era
sino la fotografía de una muñeca que el propio artista había construido en 1934
como parte de un proceso surrealista que involucraba temas como el
sadomasoquismo, el fetichismo, el inconsciente y el erotismo. Se trataba, en
fin, de la famosa “Poupée” de Hans Bellmer.
Lo que yo en un principio había
creído como un ser vivo, terminó siendo una escultura móvil, un cuerpo protésico.
Poco me importó aquella mínima desilusión. En mí seguía latiendo aquel primer
contacto en el que la vida se metió a vivir en esa obra de arte. Desde aquella
experiencia me surgieron dos reflexiones sobre lo poético.
La primera es que un poema, sea
cual sea su etilo, forma o contenido, debe tener a mi juicio una “sensación de
vida”, es decir, una atracción que nos haga hervir y evaporarnos, una “muñeca”
que nos brinde sus prótesis como miembros vivos, una vida asomándose entre las
palabras y haciéndolas respirar.
La segunda, que los significados
se mimetizan, se transmutan y que no importa que lo que reciba el lector no se
parezca en nada a lo que el autor quiso plasmar. Que en el erotismo o el
fetichismo podamos hallar dolor y melancolía.
Desde ahí intento leer y escribir
como si conversara con un autómata de tinta y lenguaje. Desde ahí la poesía se
me manifiesta, entre otros muchos de sus disfraces, como una muñeca de más de
80 años que me habla y me confiesa con tímido acento: “-estoy viva”.
La Poupée de Hans Bellmer (detalle)
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