José Emilio Pacheco (1939-2014)
El 19 de septiembre de 1985 un potente terremoto de 8.1 (Escala de Magnitud del Momento) asoló la ciudad de México causando miles de muertos y un sinfín de daños no solo en la infraestructura de la capital sino en la arquitectura interior de muchos de sus habitantes. En aquel entonces yo vivía en el centro histórico de la ciudad y estaba inscrito en el Colegio de la Paz Vizcaínas. Justo ese día iba rumbo a la escuela cuando de pronto, alrededor de las 7:15 am, comenzó la debacle.
Los pormenores de aquel día fueron capturados en imágenes, noticieros,
periódicos y diversos medios que retransmitían en vivo los detalles de la
catástrofe. Muchos de los recuerdos de mi infancia se quedaron anclados ahí,
como si los escombros hubieran construido en la memoria una casa poblada de
espejismos.
Muchos años después, aquella vivencia seguía latiendo y poco a poco fui
desangrándola en tinta hasta cicatrizarla en un poema que aparecería más tarde en el
libro Luz anfibia. El reto de
trasladar una catástrofe natural a una “aprehensión poética” ha sido una de las terapias de escritura que
más me han reconstruido.
Mientras me encontraba en ese largo periodo de escritura, descubrí un
poemario que me conmovió: Miro la tierra
de José Emilio Pacheco.
El libro está estructurado en 3 partes:
I.- Las ruinas de México (Elegía del retorno)
II.- Lamentaciones y alabanzas
III.- Los nombres del mal
Justamente, la primera parte del libro es la que se ocupa del terremoto. Según nos cuenta una nota,
José Emilio Pacheco se encontraba en
Maryland pero logró volver a México para
pasar la primera semana posterior al
temblor. De esta doble experiencia nace Las ruinas de México. Este texto es considerado la única secuencia
extensa de poemas que se ocupa del hecho.
Las ruinas de México guarda
una estructura de 5 series de 12 fragmentos cada una en las que se van
recomponiendo los estragos y las sensaciones posteriores al terremoto. La
mirada del poeta se aleja de lo hiperbólico para hacernos partícipes de
imágenes concisas y perturbadoras que no sólo aprehenden la tragedia sino que
la cuestionan. La atmósfera que traza es la de un paisaje dantesco donde los
elementos naturales se hacinan mostrando su absoluto dominio sobre lo humano y
dejando entrever la energía del instinto de supervivencia. Pacheco no se
desmarca de su papel de testigo presencial, pareciéramos estar ante un
periodista o un arqueólogo que interpreta los restos con un lirismo profundo
rehuyendo del tremendismo y la desmesura.
Los heridos, los muertos, los rescatistas, las pertenencias huérfanas,
el sentimiento de impotencia y desamparo, la reflexión sobre el lenguaje y su
contraste con la realidad, el patrimonio histórico, la memoria colectiva, los
supervivientes, los atrapados bajo los escombros, la ciudad devastada e
irreconocible… Toda la secuencia plantea un inventario desolador pero a su vez
nos muestra el valor de la fraternidad ante el derrumbamiento ajeno. La
individualidad se borra para formar una empatía de conjunto que es lo que sirve
de contrapeso a la tonalidad elegiaca del texto.
En términos generales, lo que
logra Pacheco en este poema secuenciado es una descomposición del “yo” en
diversos fragmentos creando un efecto de multiplicidad de la conciencia. A su
vez, de forma oportuna, realiza una loable proeza literaria: con una realidad
literalmente despedazada construye un texto que guarda un aliento de homenaje a
todos los que sucumbieron y ayudaron en aquellos días.
Si bien, como muchos piensan, el lenguaje siempre tiende al fracaso
porque no alcanza a sostener la realidad que nombra, al menos nos queda el
consuelo de sobrevivir a ella mediante el homenaje y la memoria que flotan como partículas suspensas en el
interior de las palabras. José Emilio Pacheco o la poesía como homenaje.
***
A continuación, reproduzco algunos de los poemas de Las ruinas de México. Originalmente los
poemas vienen antecedidos por números; sin embargo, como los que reproduzco
pertenecen a diferentes series, he sustituido el número por un asterisco
simplemente para señalar que se tratan de fragmentos distintos.
*
Llega el sismo y ante él no valen
las oraciones ni las súplicas.
Nace de adentro para destruir
todo lo que pusimos a su alcance.
Sube, se hace visible en su obra atroz.
El estrago es su única lengua.
Quiere ser venerado entre las ruinas.
*
Con qué facilidad en los poemas de antes hablábamos
del polvo, la ceniza, el desastre y la muerte.
Ahora que están aquí ya no hay palabras
capaces de expresar qué significan
el polvo, la ceniza, el desastre, la muerte.
*
Entre las grandes losas despedazadas, los muros
hechos añicos, los pilares, los hierros,
intacta, ilesa,
la materia más frágil de este mundo:
una tela de araña.
*
Hay que cerrar los ojos de los muertos
porque vieron la muerte y nuestros ojos
no resisten esa visión.
Al contemplarnos
en esos ojos que nos miran sin vernos
brota en el fondo nuestra propia muerte.
*
Al respirar usurpamos
el aire que faltó a los enterrados en vida.
Extraño azar el de seguir aún vivos
a la sombra de tantos muertos.
*
Nadie piensa en las siete como una hora
propicia a los desastres. Más bien creemos
que las grandes catástrofes sólo ocurren de noche.
En sí misma la noche parece trágica.
(Las tinieblas, velos del mal;
la oscuridad, sinónimo de luto.)
La noche nos alarma pues nadie sabe
si el sol reaparecerá a la hora debida.
En la ancestral caverna inventamos de noche
a los demonios y a los dioses.
Reservamos la noche para la muerte
y en cambio transformamos la mañana
en símbolo de vida y renovación,
de esperanza, en una palabra.
Al regresar el sol quedan deshechos
los miedos y los males.
La luz que inventa el día protege al mundo.
Por eso duele como una doble traición
el terremoto de las siete.
(Tomados de: Miro la tierra, Ediciones
Era, México, 2003)
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