Hace 5 años tuve la oportunidad y el gusto de presentar el primer
poemario de Rebeca del Casal titulado Suponiendo la cicatriz como posibilidad de la herida. Ahora, tengo el placer de reencontrarme
con la escritura de Rebeca mediante la aparición de su segundo poemario, Permanecer, publicado hace unos meses por la editorial
Tigres de Papel.
Más que elaborar una reseña o una visión general del libro, me gustaría
centrarme en un detalle que me pareció
revelador: el tratamiento que Rebeca hace del tacto. Si bien el poeta Óscar
Curieses resaltó en su momento la importante presencia que tienen las manos en
los poemas de Permanecer, lo cierto
es que en la lectura esa presencia adquiere una mayor relevancia porque trasciende
la imagen para convertirse en una especie de poética, es decir, una suerte de
estudio y concentración sobre el arte de “tocar”.
El libro está estructurado en 3 partes: Los días fértiles, Duelo
e Inmortalidad*. En la primera parte, Los días fértiles, la mirada se extiende como una red orgánica,
como una mano elástica e invisible que toca el vuelo de un puñado de aves o las
hileras de orugas en la tierra trazadas por el invierno. Mirada cenital que
logra hacer de lo ínfimo y lejano una piel sentida como propia. Rebeca nos
enseña a tocar con los ojos y nos ofrece detalles ceremoniosos: “El dedo se me
ha quedado frío de apuntar al cielo./ Guardo una mano en mi bolsillo/ y la otra
en tu mano”.
De igual forma, el tacto no se limita a tocar sino también a ser
tocado. La poesía de Rebeca cuestiona el rol de la mujer como recipiente de la
creación sin dejar de lado una suerte de erotismo sagrado: “Mi ombligo será/ la
copa de tu semen”. La experiencia sensorial del cuerpo femenino frente al ciclo
hormonal o al encuentro con el amante son otras de las escenas que Rebeca retrata
para recordarnos que no sólo el tacto se limita al exterior sino al interior,
la piel no es una pared sino una frontera.
En la segunda sección del poemario, Duelo,
el tacto deja de ser rebelde, contemplativo y explorador para dar paso a una
fragilidad tanto existencial como corpórea. De pronto surgen imágenes de manos
amputadas, de manos cercenadas, de manos en tensión constante entre lo racional
y lo pasional, entre el corazón y el cerebro. Extirpación de lo que pudo ser y
cesó su fulgor: “Menstruar la semilla,/ ungir con sangre la frente./ Una cruz
de ceniza en la matriz”.
La identificación del cuerpo con los árboles y la flora cobra una
perspectiva metafórica. El yo poético se despliega de su piel y adquiere
proporciones vegetales que se duelen y se recrean con la poda y las
bifurcaciones, con la corteza y el brote, pero que a su vez se sustenta en su
raíz, su permanencia: “La raíz/ no sólo es permanencia, es también yema,/
herencia-esqueje,/ de la condición/ de bípeda cepa”.
En la última sección, Inmortalidad,
el tacto aspira a la trascendencia, al asentamiento de la nostalgia y al adiós.
La evocación del pasado, las despedidas, la genealogía, el ojo de una estatua
cómplice, dan un aire de liberación y desprendimiento. De pronto el cuerpo se
encuentra consigo mismo: “Junto las manos,/ es más fácil/ calentar la piel al
contacto con otra piel,/ aunque pertenezcan al mismo cuerpo”. En contraste,
también acudimos al desencuentro de dos cuerpos en un adiós que parece
indecible: “Desnudarse mutilando el abrazo,/ deconstruir/ esa articulación”.
Sería injusto de mi parte no alejarme un poco de esta línea temática
para referirme a otros hallazgos luminosos que nos ofrece Permanecer. Hay versos de una sutileza y una elegancia que ponen en
balanza lo visceral y lo idílico (“Y bajo el agua se adivinan sombras”, “la
ternura no es la espalda de la pornografía”), hay imágenes tan palpables que
nos contagian de sus paisajes sumergidos (“Ensangrentado altar que nos sirvió
de almohada”), hay poemas como Ese
pececito de color, Super Glue o Piedra, que alternan las atmósferas de
lo hogareño y cotidiano con las de lo conceptual y lo alegórico. Igualmente es
muy interesante el diálogo sostenido que Rebeca mantiene con la sacerdotisa
Diotima en las citas que preceden a cada sección; es quizá una suerte de raíz
que atraviesa el crisol de las páginas para ensartarlas en una conciencia
propia del libro.
La piel es el órgano más grande del cuerpo humano y también el que nos
diseña en forma y unidad. Sin que se lo proponga explícitamente y sin que sea
su único cometido, la poesía de Rebeca nos muestra las múltiples formas de
tocar y ser tocados, y también la conservación de nuestra superficie única. Quizá
la única forma de permanecer es trascendiéndonos, y esta es una de las pócimas
que Rebeca asoma en su escritura. A pesar del movimiento -al ser piel, amor y
tacto- somos raíces en nosotros mismos.
*El libro contiene un último apartado en el que la autora conversa con
el poeta Óscar Curieses.
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