En primavera de
2019 –bajo el sello editorial Polibea– salió a la luz Lumbres, el nuevo poemario de Gema Palacios. Galardonado con el Premio Javier
Lostalé de Poesía Joven en su cuarta edición, el libro confirma lo que ya anteriormente
se venía anunciando en algunas obras anteriores, como Treinta y seis mujeres (2016) o Compañeros del crimen
(2014), que para la autora el acto poético es ante todo un discernimiento de la
palabra como ente orgánico, tal y como ella misma nos lo evidencia: “El
lenguaje es un ser vivo que tiembla”.
Lumbres configura su estructura mediante tres destellos: «Madriguera», «Invernadero» y «Nido». A
todos ellos los une la confrontación entre el adentro y la intemperie, frontera
delicada desde donde “deletrear despacio/ el frágil contorno de la vida”. Es
esta amalgama entre cuerpo y lenguaje, entre piel y escritura, lo que le otorga
a cada poema un carácter simbiótico entre dos realidades complementarias: la
del ser y lo que nombra. Tal vez por eso el título, a medida en que avanzamos
la lectura, nos da esa doble pauta: la lumbre, además de sí misma, es aquello
que alumbra.
Bajo esta concepción de la voz como
membrana sensorial, los poemas de Lumbres
surgen como ondulaciones que emulan el crepitar de la llama. Su elevación, su perfil
contenido y sus cortes de verso desembocan en una musicalidad propia de una atmósfera
pausada que cuestiona los límites de la conciencia y su imbricación en el
mundo: “No a fluir hasta desbordar/ cada esquina del mapa”.
Conforme vamos incinerando la
mirada en cada página, lo indomable se hace presente a través de la figura
animal. Instinto e intuición se trenzan para dialogar tanto con el pensamiento como
con el mundo sensible. Se hace presente ese deseo de balbucir lo que aún está
por ser dicho: “Hay una luz vencida/ un extraño pasajero en mi garganta”.
Lo concéntrico y el movimiento
alterno de expansión-contracción abren un pasadizo de búsqueda y reencuentro:
“Salir afuera/ sólo para estar de vuelta”, “Proseguir/ a campo traviesa/ para
volver al comienzo”. En ocasiones, ese movimiento se transforma en quietud y en
urgencia de madurar el fruto recolectado hasta transmutarlo en signos:
“Escribir no es desear hacia delante/ no es volver donde el origen/ no es contraerse
ni expandir/ escribir es hurgar aquí/ donde el blanco/ en esta sucesión de
grietas/ sensibles al frío.”
La intención del desprendimiento
de sí para acceder a otras coordenadas también puede observarse: “Bailar hasta
que el cuerpo/ se vuelva comisura”, “Siempre avanzo/ hasta desposeerme hasta/
desdibujarme”; por ello, la presencia de la grieta como resquicio también es
palpable en algunos poemas.
El concepto, la insinuación, la
imagen recreada, la dimensión simbólica y el carácter reflexivo del propio acto
de creación son algunos de los recursos que se imprimen de forma conjunta y
armónica. Lumbres se vuelve sobre sí
y hace de su espejo: “Escribir un poema/ siempre estar escribiendo un poema/
dentro del poema/ hasta que este desaparezca/ y no exista nada/ salvo este
obsesivo huirse/ hacia los otros”. Un
aliento que aspira a la comunión con aquello que no somos pero que sentimos
como propio.
En su dimensión total, esta nueva
exploración de Gema Palacios se corresponde con visiones detalladas y hondas,
delicadas y sugerentes: “Ahora se deshacen los ojos/ almendras de hielo”. En
sus páginas late una reinterpretación de la luz como agente epistemológico del
yo y su hábitat, una conciencia penetrante y lúcida, una propuesta sedimentada
bajo el rigor de un lenguaje depurado que borda los confines del sujeto como intersticio
entre el universo y la palabra.
Adentrarnos en estos hilos ígneos
es saborear la revelación que asoma en cada pausa, “despacio con la fe del
caracol/ que vive y es casa de sí mismo”.
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