miércoles, 15 de febrero de 2017

Ramón Gómez de la Serna: de la creación como estornudo y de la greguería como kenningar

Retrato de Ramón Gómez de la Serna (1915) por Diego Rivera


Aspersor de matices, surtidor de semillas planetarias, manguera de alquimia, hipnotista de colibríes, Ramón Gómez de la Serna es una fuente de la que brotan el humor y el ingenio en un salto prolífico. El humor es una expresión pura y natural que carece de pretensiones; si las tiene, se limitan a endulzar nuestras debilidades o reavivar nuestro equilibrio. Mecanismo de defensa y defensa de nuestro asombro. Por su parte, el ingenio es el guía del humor, su trampolín, el cincel que lo esculpe y lo dota de entidad, el que lo exprime y lo convierte en una nueva realidad iluminada por la gracia y el instinto. Todo ello engloba, en cierta medida, el quehacer de Gómez de la Serna: miles de pistilos obrando el milagro poético de la flor.

Ramón Gómez de la Serna nos dejó más de 50, 000 greguerías publicadas y se jactaba de señalar que sólo era el 4% del total de las que había escrito; con este dato parece que más que escribirlas las estornudaba, era la poesía en contaste ebullición. A este punto volveremos más adelante.

A Gómez de la Serna se le atribuye la invención, o mejor dicho, el cautiverio de la palabra “greguería”. En un artículo del suplemento Babelia (El País) fechado el 12 de abril del 2014, Andrés Trapiello menciona que la palabra “greguería” ya había aparecido con anterioridad en Galdós y en Azorín y que figuraba incluso en el diccionario ilustrado de Calleja (1914) con la definición de “algarabía (vocifería confusa)”. Trapiello nos dice que no fue sino hasta 1970 que el DRAE añadió una definición más amplia: “Agudeza, imagen en prosa que presenta una visión personal y sorprendente de algún aspecto de la realidad y que ha sido lanzada y así denominada caprichosamente hacia 1912 por el escritor Ramón Gómez de la Serna”. 

A este efecto, Trapiello subraya, no sin razón, que greguerías han existido desde siempre, y cita como ejemplos a  Heráclito, Cervantes, Góngora y Lichtenberg. El mismo Gómez de la Serna en su intento por definir la greguería, citaba como antecedentes a Horacio, Shakespeare y Quevedo, entre otros. Pero si en su contenido la greguería resulta casi universal, en su plasticidad y enunciación también se emparenta con varios géneros, tanto así que José de la Colina incluso afirma que colinda con todos: el aforismo, el haiku, el poema en prosa, el ensayo, el cuento, el chiste, el juego de palaras, etc.

A toda la lista de estos posibles antecedentes, yo añadiría uno más que me parece relevante y revelador, me refiero al increíble y curioso parecido que las greguerías guardan con unas metáforas habituales y muy singulares de los pueblos del norte de Europa en la Edad Media: las kenningars.

En su libro Historia de la eternidad, Borges nos introduce al mágico universo de las kenningars islandesas y nos brinda diversos ejemplos. Estas expresiones lograron tal peso que casi en sí mismas formaron un lenguaje dentro del lenguaje, o lo que es lo mismo, lograron deletrear el mundo cotidiano de forma poética.

Cuando supe por primera vez de estas metáforas nórdicas, casi de inmediato sentí su gran parentesco con las greguerías de Gómez de la Serna, sobre todo con aquellas a las que yo llamaría (disculpen mi osadía) greguerías definitorias, es decir, aquellas que se centran en definir una cosa o aspecto de la realidad.

A continuación, cito 5 kenningars y 5 greguerías de Gómez de la Serna para evidenciar su increíble parecido:


Kenningars

Barba: bosque de la quijada.
Sangre: rocío del muerto.
Ballena: cerdo del oleaje.
Cerveza: marea de la copa.
Brazo: pierna del omóplato.


Greguerías de Gómez de la Serna

Soda: agua con hipo.
Búho: gato emplumado.
Paloma con alas ardiendo: guerra.
Recuerdo: arañita que baja del techo.
Cancán: nube de enaguas y reclamo de medias.


Vemos pues que prácticamente podrían mimetizarse entre sí porque parecen haber sido escritas por la misma persona, pero en realidad el parecido esconde algo más fascinante: a pesar de la lejanía y del tiempo que las separan, parecen haber sido escritas por la misma inspiración. Me pregunto si Gómez de la Serna conocía estas metáforas nórdicas y, de ser así, el por qué no las mencionó dentro de su corpus de antecedentes. Todo apunta a que es muy probable que las conociera, ya que era amigo de Borges y ambos coincidieron en Buenos Aires en los años de exilio de nuestro poeta. La primera edición de Historia de la eternidad data de 1936, con lo cual no es muy arriesgado pensar que Ramón bien pudo haber tenido acceso al libro y de paso a las kenningars. A pesar de las dudas, lo asombroso sigue siendo este puente entre la cultura vikinga-islandesa y nuestro Ramón.

La magia y la compulsión inaudita que rodean a las greguerías de Gómez de la Serna colindan con el acto de estornudar. El proceso se inicia con una imperiosa necesidad de abrir la boca, a la que le siguen: un cerrar los ojos, un imaginar, un buscar, un  llegar al límite,  un contraer la imaginación, un dar con el hallazgo, un cerrar la boca, un ¡achú!, un transformar la onomatopeya en conjuro poético, un expulsar los gérmenes del sueño y, finalmente,  terminar por esparcirlos en la intemperie con la intención de contagiar al lector de ese pequeño abismo iluminado.

Gómez de la Serna: un vikingo estornudando magia y haciéndole cosquillas a la realidad.  


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miércoles, 8 de febrero de 2017

El dormilón despierto


(Imagen caricaturizada del estereotipo del mexicano perezoso)


Durante los años sesentas, el pensador francés Edgar Morin desarrolló el concepto de Imaginario Colectivo para referirse al conjunto de mitos, símbolos, formas, tipos y figuras que existen en una sociedad en un momento dado. Este concepto se vio impulsado tanto por los medios de información como por la cultura de masas, dando por resultado una incesante circulación  de dichos aspectos sociales. En mi opinión, dentro del Imaginario Colectivo cabrían también diversos estereotipos nacionales que han roto sus fronteras para posicionarse como ícono aglutinador de un país en concreto, una forma muy próxima a lo que podría llamarse mito urbano. Estos estereotipos suelen emparentarse más con la desvirtuación de las formas  que con la realidad  de donde proceden.  A veces, son generados desde dentro del propio país, y en ocasiones, a causa de la mirada del otro, es decir, del extranjero. Sea cual sea el origen de estos íconos, lo curioso es ver cómo llegan a convertirse en una suerte de estandarte que muestra una estampa casi inamovible.

Una de las estampas que siempre me ha llamado la atención es aquella que nos retrata a los mexicanos como un hombre dormido, recargado en un cactus y con un sombrero que le cubre el rostro. Este estereotipo se ha posicionado mundialmente de forma burlesca para denotar que el mexicano es un ser perezoso, un dormilón por completo.

He investigado las posibles raíces que originaron este estereotipo y me he encontrado con varios hallazgos, la mayoría de ellos simplemente retratan o denuncian el cliché y otros en cambio se aventuran a indagar sobre su posible origen; de estos últimos, la historia que tiene mayor convicción y peso es la de una anécdota que recae sobre una de las obras del escultor colombiano Rómulo Rozo.

Rómulo Rozo fue un escultor colombiano que vivió gran parte de su vida en México, concretamente en Yucatán. Siempre mantuvo una debilidad por la artesanía mexicana y una profunda admiración por la sabiduría y el pensamiento indígenas. Estos rasgos lo llevarían a crear una de sus obras cumbre: El pensamiento. Se trata de una escultura en piedra de unos 60 cm de alto que encarna a un indígena sentado con las rodillas recogidas y  la cabeza, cubierta por un sombrero, apoyada en ellas. Su idea era reflejar el carácter reflexivo de la cultura indoamericana, pero una anécdota lo cambiaría todo. Se cuenta que dicha escultura fue expuesta por vez primera en la Biblioteca Nacional de México en 1932. En dicha exposición alguien puso al pie de la escultura una botella de tequila. La suerte quiso que en el reportaje gráfico de aquella exhibición apareciera la imagen de la escultura junto a la botella.  A partir de ahí, la imagen fue banalizada, caricaturizada y se dice que fue el detonante del estereotipo del mexicano flojo, perezoso y dormilón. Otras fuentes omiten la anécdota de la botella y simplemente se orillan a pensar que con la simple escultura bastó para engendrar el estereotipo.

Sin embargo, me gustaría aquí ofrecer mi punto de vista de lo que pudo haber sucedido para que ese estereotipo se originara, o en su defecto, se reforzara. Lo que voy a contar tiene que ver con un viaje al desierto de San Luis Potosí que realicé hace ya casi 20 años. Después de haber acampado una semana en pleno desierto y de haber conocido de cerca la cultura del peyote y de la etnia huichol, nos dirigimos en caravana hacia el pueblo fantasma Real de Catorce. Durante el trayecto asistimos a una de las imágenes más espectrales y potentes que recuerdo. En pleno desierto, vimos formarse pequeños y delgados torbellinos de arena que semejaban ánimas, el fenómeno según nos dijeron era conocido como “piernas de polvo”. En el paisaje se apreciaban cientos de cactus y de pronto aparecieron ellos. Decenas de huicholes se encontraban recargados en dichos cactus, con las piernas dobladas o recogidas y con un sombrero sobre la cabeza para protegerse del sol y del calor excesivo. Entonces el antropólogo que nos acompañaba nos dijo: están relajados, depurándose, como en estado de trance, vienen de comer peyote y ahora están meditando o asistiendo a sus revelaciones.    

Inmediatamente me surgieron esas dos imágenes contrapuestas: la del indígena y su cultura alucinógena y medicinal, y la del estereotipo del mexicano perezoso. Pensé entonces que quizá muchos extranjeros que vieran esa estampa (e incluso muchos mexicanos de otras regiones) y que desconocieran su fondo, pensarían que esas personas se encontraban descansando o echando una siesta. Todo lo contrario, esos hombres no estaban dormidos, estaban despiertos, meditando. Por ello, pienso en ese estereotipo mexicano no como un perezoso sino como un “dormilón despierto”, una conciencia mestiza que desde sus orígenes aún guarda ese carácter reflexivo y trascendental que Rómulo Rozo quiso expresar en su escultura.

Considero que dicho estereotipo no solo parte de aquella escultura sino también del desconocimiento de la realidad indígena y su mala interpretación. Es curioso que hasta la fecha a los mexicanos se nos represente con esa desafortunada caricaturización indígena; sin embargo, el trasfondo de esa imagen habla de una de las herencias vivas que nos componen.

En el revelador libro del historiador Enrique Flores Cano titulado “Mitos mexicanos”, aparecen diversos personajes analizados por varios autores. Entre esos personajes se encuentran: el vulcanizador, el “pueta”, el licenciado, la diva, la secretaria, entre otros tantos. Yo añadiría a esa lista: el dormilón, desmitificando por supuesto el estereotipo para posicionarlo en una realidad que se ajuste más a las coordenadas de su procedencia.

De momento encojamos las rodillas, apoyemos la cabeza en ellas y cerremos los ojos. Dormir despiertos nos hace ver realidades de conciencia indescifrable.  



El Pensamiento (1930), escultura de Rómulo Rozo


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miércoles, 1 de febrero de 2017

Se acabaron las palabras

De noche en la oficina (1940) de Edward Hopper

Hace unos años, el poeta canario Juan Carlos de Sancho me compartió una anécdota que le sucedió en México a raíz de la presentación de su magnífico y entrañable libro Poetas de Islas Canarias, del cual él mismo se ocupó de la selección y el prólogo. Dicha anécdota tuvo lugar cuando se leyó el poema “Viviendo” de  Domingo Rivero, considerado el precursor del movimiento modernista en las Islas Canarias y que justo es el que abre el libro. Los 4 primeros versos del poema dicen:

Mi oficina da al mar. Desde la silla
donde hace treinta años que trabajo,
las olas siento en la cercana orilla
de las ventanas resonar debajo.

Al terminar la lectura del poema, uno de los asistentes comentó la extrañeza y a su vez la valentía que le provocaba escuchar en un poema modernista la palabra “oficina”, ya que, en el contexto en el que fue escrita, la sensibilidad estética respondía a otro tipo de imaginarios. Incluso el asistente comentó que en México es impensable encontrar un poema modernista en donde pueda hallarse ese tipo de palabras.

La anécdota, que al parecer es sencilla y sin trascendencia, se me quedó dentro y me hizo reflexionar sobre la libertad que en nuestros días gozan los poetas para poder abrazar el lenguaje sin ningún tipo de manifiesto, restricción o estética dirigida. Al parecer, o esa es la sensación que me llega, las palabras se han acabado debido a que se han vuelto todas posibles para la poesía. Quizá sea ese el destino del lenguaje en relación con la escritura: cristalizarse en su máximo punto de llegada para mimetizarse en un nuevo punto de partida, absorberse en su propio fuego para resurgir de sus cenizas. La transgresión que en su momento suponía utilizar esta o aquella palabra, se ha vuelto un hecho habitual y ahora el peso de esa transgresión radica en el propio imaginario y en la relación mistérica que el poeta establezca de forma singular con su propio quehacer poético.

Este hecho es un arma de doble filo, ya que cada poeta, al tener total libertad de elegir las palabras  para la elaboración de un poema, también tiene la responsabilidad de convertir esas palabras en poesía; es decir, hacer que en sí mismas o en su conjunto nos parezcan recién nacidas, nos invoquen y nos golpeen con ese soplo alquímico que nos hipnotiza en la lectura.

Hace más de 2030 años el poeta latino Horacio proponía crear giros poéticos nuevos a partir de términos conocidos, incluso llegó a escribir: “Lograrás un verso excepcional si una palabra usada se convierte en una nueva por una ingeniosa combinación”. Hoy, que todas las palabras están por demás usadas y desgastadas, esa excepcionalidad se vuelve imprescindible a la hora de componer una imagen, un verso, un sonido, una experimentación del lenguaje.

Se acabaron las palabras… y sólo nos queda devolverles el asombro con que en su momento fueron por primera vez pronunciadas.

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