miércoles, 25 de enero de 2017

Lord Byron: el nadador enigmático

Lord Byron de  Thomas Phillips(1813)


Además de ser un poeta excéntrico, enigmático y atractivo (cuentan que algunas mujeres se desmayaban con tan solo verlo) Lord Byron padecía de una incipiente cojera innata de su pie derecho, debido a una contracción del talón de Aquiles, que lo acompañaría a lo largo de su vida. Tal vez por eso se aficionó a toda clase de deportes con especial interés por la natación, actividad a la que le consagró gran parte de su tiempo.

Lord Byron nació el 22 de enero de 1788. Fue hijo de un excapitán de las Guardias Reales, John Byron -apodado “Mad Jack” por sus constantes deudas económicas- y de Catalina Gordon, una extraña mujer  con carácter violento. A los 10 años de edad, Byron heredó la dignidad de “lord”, hecho que con el tiempo lo llevaría a formar parte de la Cámara de los Lores tomando partido por los liberales (wighs) en detrimento a los conservadores (tories).

En 1805 Byron comenzaría a acentuar su carácter excéntrico en el Trinity College de Cambridge donde conoce a su mejor amigo, John C. Hobhouse. Hay una anécdota extravagante en la que Byron una vez se hizo acompañar por una muchacha vestida de paje y por un oso. El tema de lo animal lo acompañaría también durante toda su vida; de hecho, en una selección del epistolario de Lord Byron hecha por Jaime Gil de Biedma bajo el título “Débil es la carne”, se cuenta que el poeta inglés solía ir acompañado de un séquito de animales que incluía incluso avestruces. Suele resultar muy fácil entonces imaginarse a Lord Byron como un imán fáunico, un pastor de tinta acarreando diversas especies tras las huellas de su estela.

Lord Byron parecía estar sujeto a una suerte de carácter ciclotímico, por momentos lo depresivo y lo melancólico gobernaron su vida, y por otros lo exuberante y lo anárquico. En un libro titulado “Marcados con fuego: Enfermedad Maniaco-depresiva y temperamento artístico” de la autora Kay Refield y publicado por el Fondo de Cultura Económica, se pone de manifiesto, entre otros casos, el árbol genealógico de Lord Byron en el que se aprecia un fuerte antecedente genético de maniaco- depresión, hecho que muy probablemente afectaría al temperamento del poeta romántico.

Pero si lo animal, lo excéntrico, lo deportivo y lo psiquiátrico lo acompañaron durante su estancia en el mundo, algo más lo marcaría con su estela: lo acuático. Por ello me refiero en este texto a Byron como “el nadador enigmático”.

Al principio de este texto hicimos hincapié en la atracción que Byron sentía por la natación, quizá al nadar se sentía liberado de su cojera innata y pudo haber sido una forma de terapia deportiva. Se cuenta incluso que Byron fue uno de los primeros hombres en cruzar a nado parte del Helesponto. En un artículo del periódico El País del 26 de agosto de 1983, el periodista Juan José Fernández menciona que Byron fue el primer gran nadador de los tiempos modernos, llegando incluso a alcanzar más de 4 horas de nado sin parar solo para ganar una apuesta. La importancia del agua no sólo se remitió al deporte sino también a los viajes, ya que junto con su amigo Hobhouse emprendió una serie de periplos y rutas que lo llevarían por Lisboa, Sevilla, Cádiz, Gibraltar, Malta, Grecia, Albania y Turquía. Como dato curioso, durante su estancia en el sur de España, Byron aprendió castellano con acento andaluz, si le faltaba algo más exótico en su vida seguramente con esto rebasó cualquier previsión posible.
Vemos entonces que la presencia del agua rodeó gran parte de su vida, aunque más adelante retomaremos este punto.

Si lo acuático estuvo presente en la carne también lo estuvo en su obra.  Aunque había comenzado su andadura con la publicación del poemario Horas de Ocio (1807), no fue sino hasta la aparición de Las peregrinaciones de Childe Harold (1812) que obtuvo un despunte flagrante, tanto que en 4 semanas alcanzó las 7 ediciones. En este libro se aprecia una fuerte predilección por los relatos de viajes y por la configuración de un personaje caballeresco, pervertido, entregado a las orgías y que muchos lo interpretaron como un reflejo autobiográfico de su autor, quien siempre desmintió tal semejanza.

En libros posteriores como La novia de Abydos, Lara, Beppo y Mazeppa, se aprecian igualmente rasgos que directa o indirectamente señalan lo acuático, desde la devoción por el tema de los piratas y los raptos, hasta los periplos, los largos viajes y el exilio. El mar como estela geográfica de las peripecias de sus personajes, una suerte de nado continuo que revela el ansia romántica y biográfica que Byron sentía por lo fluvial, ya fuera calma o galerna, tempestad o claridad, pasión controlada o pasión desmedida. No podemos dejar de mencionar otros temas que ocupan gran parte de la obra de Byron como las leyendas turcas, la libertad de los oprimidos, el amor, el hedonismo, la atracción por Oriente y, por supuesto, el tema de la seducción, la ironía y la sátira que se encarnan en una de sus obras cumbre: el Don Juan.

Retomando el elemento del agua en la vida de Byron, hay otra anécdota más que involucra a otro poeta: Shelley. Uno de los temas fundamentales del Romanticismo es la Revolución y la Independencia de los países, por ello Byron sentía una profunda admiración por Bolívar, tanto así que construyó una goleta bautizándola con el nombre del libertador. Junto a él, Shelley se hace con otra pequeña barcaza poniéndole el nombre de Don Juan. En verano de 1822, debido a una tormenta, Shelley naufraga y muere ahogado situándolo en una de las leyendas más misteriosas en los obituarios de la poesía romántica.

La vida de Byron no correría mejor suerte. Entusiasmado por la liberación de Grecia del poder turco, se enrola en la batalla pero muere el 19 de abril de 1824 a causa de fiebre reumática. El sudor de esa fiebre sería el agua que acabaría dilatándolo de su existencia a los 36 años de edad.

Byron fue ante todo un espíritu feroz y selvático, un alma melancólica que incluso inspiró a su médico, el Dr. Polidori, a escribir el primer relato de vampiros como consecuencia de aquella famosa reunión en la mansión de Villa Diodati donde Mary Shelley también daría vida a Frankestein.

A más de 200 años de su nacimiento, su obra y su vida siguen latiendo por su oleaje pasional y enigmático. Byron sigue cruzando a nado las olas del tiempo dejándonos ver en cada brazada su rostro inhalando el aire de la trascendencia.


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miércoles, 18 de enero de 2017

Libro de texto

Epanouissement, November 11, 1984
 Jean Dubuffet


Y si pudiéramos subrayar con la mirada las cosas que nos hipnotizan cada día. Dejar una línea en el paisaje como quien deja una arruga en el sueño. Trazar con el grafito de los ojos un círculo en los seres y objetos. Señalar con las pupilas a distancia aquello que nos rapta sin prejuicios. Colorear de ya por sí la nada esfumándose entre letras de madera:

De ser así, la realidad colapsaría sus límites para devenir en tinta palpitante, en ríos de garabatos que ahogarían las formas en su asombro primigenio. Porque las miradas de todos los humanos terminarían por enjuagar al mundo en un sudor de lápices, del mismo modo en que ahora el mundo se renueva en el líquido invisible que nuestras miradas dejan como observaciones nerviosas en un libro de texto.


(Texto: óscar pirot, inédito y subrayado)

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miércoles, 11 de enero de 2017

De la "conclamatio" y la nostalgia por los muertos

Herbert Draper. 1898 "Lamento por la muerte de Ícaro"


En la antigua Roma existía una ceremonia de enterramiento llamada conclamatio. La conclamatio consistía en gritar a todo pulmón 3 veces el nombre del muerto para darle un último adiós o para comprobar si efectivamente se encontraba sin vida. Este rito romano no sólo era frecuente en la realidad sino también en la literatura. Por poner un ejemplo, tanto Virgilio como Ovidio hacen referencia a esta ceremonia en sus obras. En el caso de Virgilio, la referencia al rito aparece en las Geórgicas y en el Libro III de la Eneida. Sin embargo, es con Ovidio donde toma más evidencia y peso.

En el Libro II del Arte de amar, aparece un capítulo titulado “De las alas del Amor a las alas de Ícaro”. En dicho capítulo, Ovidio recrea la historia de Ícaro de forma detallada. El pasaje es por demás hermoso, sobre todo la forma en la que Dédalo le aconseja a su hijo Ícaro cómo debe volar en equilibrio sin acercarse mucho al mar ni al sol para que no se derritan sus alas artificiales pegadas a su cuerpo con cera y así poder escapar del encierro en que los mantiene  Minos. Los diálogos de Dédalo son en verdad reveladores y conmovedores. El pasaje adquiere su máxima tensión cuando Dédalo, en pleno vuelo, pierde de vista a Ícaro que finalmente acabará hundido en las aguas. En ese instante, Dédalo grita 3 veces el nombre de Ícaro preguntándose por su paradero. El recurso literario de nombrar 3 veces un nombre propio es conocido como “anáfora triple”, es así que el traductor y estudioso Vicente Cristóbal López compara esta anáfora triple de Dédalo con el rito funerario de la conclamatio.   

Cuando en días inciertos la melancolía y la nostalgia derraman sus cilicios, cuando la memoria derrite sus ceras y nos moja las plumas del vuelo, cuando los Ícaros de mi vida se me presentan en espejismos, cuando el recuerdo me trae a mis muertos cierro los ojos y grito en silencio 3 veces sus nombres, no para comprobar si efectivamente están sin vida, sino para sentir cómo sus vuelos me acompañan.

La conclamatio nos recuerda que pronunciar nombres muertos nos llena de la vida en que aún se fermentan. 

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miércoles, 4 de enero de 2017

Hans Bellmer y la sensación de vida


Hace unos cuantos años, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, me encontré con una obra de Hans Bellmer que me produjo un impacto inmediato que se prolongaría por mucho tiempo, incluso hasta la fecha. Se trataba de una fotografía en la que aparecía la cara casi a medio perfil de una mujer, probablemente una niña o una adolescente. La mujer aparecía con el cabello semi suelto y con una máscara de yeso que le cubría el rostro entero salvo la mirada, esos ojos que entraron en mí como dos agujas, dos filos de oscura estrella. ¿Una malformación, una deformación facial, una mujer herida y damnificada por la guerra? Las preguntas y las posibles causas de aquella imagen comenzaron a asolarme sin descanso.  Con el paso del tiempo, la imagen se aparecía recurrentemente en mi interior como un signo fluorescente, una conflagración de raíces eléctricas, un espanto de esfera en blanco y negro, una semilla de frutos mortecinos.

La imagen me relampagueaba por dentro y la curiosidad me empujaba a investigar sobre ella, pero de igual modo algo me detenía a indagar en su historia. Es algo común en mí. Cuando algo me intriga lo dejo expandirse unos años y luego, el día menos pensado, me lanzo a auscultar sus imanes. Y ese día llegó. Investigué sobre la obra y un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando descubrí que la fotografía de aquella mujer no era sino la fotografía de una muñeca que el propio artista había construido en 1934 como parte de un proceso surrealista que involucraba temas como el sadomasoquismo, el fetichismo, el inconsciente y el erotismo. Se trataba, en fin, de la famosa “Poupée” de Hans Bellmer.

Lo que yo en un principio había creído como un ser vivo, terminó siendo una escultura móvil, un cuerpo protésico. Poco me importó aquella mínima desilusión. En mí seguía latiendo aquel primer contacto en el que la vida se metió a vivir en esa obra de arte. Desde aquella experiencia me surgieron dos reflexiones sobre lo poético.

La primera es que un poema, sea cual sea su etilo, forma o contenido, debe tener a mi juicio una “sensación de vida”, es decir, una atracción que nos haga hervir y evaporarnos, una “muñeca” que nos brinde sus prótesis como miembros vivos, una vida asomándose entre las palabras y haciéndolas respirar.

La segunda, que los significados se mimetizan, se transmutan y que no importa que lo que reciba el lector no se parezca en nada a lo que el autor quiso plasmar. Que en el erotismo o el fetichismo podamos hallar dolor y melancolía. 

Desde ahí intento leer y escribir como si conversara con un autómata de tinta y lenguaje. Desde ahí la poesía se me manifiesta, entre otros muchos de sus disfraces, como una muñeca de más de 80 años que me habla y me confiesa con tímido acento: “-estoy viva”.



La Poupée de Hans Bellmer (detalle)

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