Pintura de Turner
Si aventuráramos, a la manera de un Gastón Bachelard y su Poética del espacio, un inventario de
lugares pero esta vez con los que el hombre sueña conocer desde su infancia,
seguramente en ese inventario el mar sería el primero en aparecer como paisaje
de evocación. No importa que hayamos nacido en un bosque, en un ambiente
desértico, en un pueblo recóndito o en una megalópolis; el mar siempre está
ahí, en nuestro imaginario, como si sus olas y su armonía indomable nos fueran
dadas en la imaginación justo en el momento preciso de nuestro nacimiento. Tal
vez por eso el poeta canario Pedro García Cabrera definía al mar como ese
monosílabo hecho de un solo golpe, como el elemento mágico por excelencia.
En ese sentido, sabiendo que el mar vive en nosotros,
estamos poblados de una inercia tempestuosa que se bate entre la calma y el
desasosiego, entre la quietud y el estallido. Somos fragmentos de agua y arena,
poseemos secretos abisales, moluscos de intimidad, y a su vez estamos hechos de
evidencias, de un canto que se esparce como el peso de la luz sobre las aguas.
La vida empezó ahí y quizá por eso el mar es vida dentro de
nosotros. Nosotros también somos mar: antes de la carne somos agua, blanco
sobre rojo, líquido amniótico. Del agua surgen las formas que dibujan al mundo,
que nos dibujan.
El mar nos viene de dentro. Somos estatuas de sal viva que
el mar comenzó a esculpir desde hace millones de años. “No es agua ni arena/ la
orilla del mar”, decía en un verso José Gorostiza. Así también nosotros:
Somos el límite soluble de aquello que va y viene.
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