miércoles, 11 de noviembre de 2015

Rebeca del Casal, "Permanecer": hacia una poética del tacto




Hace 5 años tuve la oportunidad y el gusto de presentar el primer poemario de Rebeca del Casal titulado Suponiendo la cicatriz como posibilidad de la herida. Ahora, tengo el placer de reencontrarme con la escritura de Rebeca mediante la aparición de su segundo poemario, Permanecer,  publicado hace unos meses por la editorial Tigres de Papel.

Más que elaborar una reseña o una visión general del libro, me gustaría centrarme en un detalle  que me pareció revelador: el tratamiento que Rebeca hace del tacto. Si bien el poeta Óscar Curieses resaltó en su momento la importante presencia que tienen las manos en los poemas de Permanecer, lo cierto es que en la lectura esa presencia adquiere una mayor relevancia porque trasciende la imagen para convertirse en una especie de poética, es decir, una suerte de estudio y concentración sobre el arte de “tocar”.

El libro está estructurado en 3 partes: Los días fértiles, Duelo e Inmortalidad*.  En la primera parte, Los días fértiles, la mirada se extiende como una red orgánica, como una mano elástica e invisible que toca el vuelo de un puñado de aves o las hileras de orugas en la tierra trazadas por el invierno. Mirada cenital que logra hacer de lo ínfimo y lejano una piel sentida como propia. Rebeca nos enseña a tocar con los ojos y nos ofrece detalles ceremoniosos: “El dedo se me ha quedado frío de apuntar al cielo./ Guardo una mano en mi bolsillo/ y la otra en tu mano”.

De igual forma, el tacto no se limita a tocar sino también a ser tocado. La poesía de Rebeca cuestiona el rol de la mujer como recipiente de la creación sin dejar de lado una suerte de erotismo sagrado: “Mi ombligo será/ la copa de tu semen”. La experiencia sensorial del cuerpo femenino frente al ciclo hormonal o al encuentro con el amante son otras de las escenas que Rebeca retrata para recordarnos que no sólo el tacto se limita al exterior sino al interior, la piel no es una pared sino una frontera.

En la segunda sección del poemario, Duelo, el tacto deja de ser rebelde, contemplativo y explorador para dar paso a una fragilidad tanto existencial como corpórea. De pronto surgen imágenes de manos amputadas, de manos cercenadas, de manos en tensión constante entre lo racional y lo pasional, entre el corazón y el cerebro. Extirpación de lo que pudo ser y cesó su fulgor: “Menstruar la semilla,/ ungir con sangre la frente./ Una cruz de ceniza en la matriz”.

La identificación del cuerpo con los árboles y la flora cobra una perspectiva metafórica. El yo poético se despliega de su piel y adquiere proporciones vegetales que se duelen y se recrean con la poda y las bifurcaciones, con la corteza y el brote, pero que a su vez se sustenta en su raíz, su permanencia: “La raíz/ no sólo es permanencia, es también yema,/ herencia-esqueje,/ de la condición/ de bípeda cepa”.

En la última sección, Inmortalidad, el tacto aspira a la trascendencia, al asentamiento de la nostalgia y al adiós. La evocación del pasado, las despedidas, la genealogía, el ojo de una estatua cómplice, dan un aire de liberación y desprendimiento. De pronto el cuerpo se encuentra consigo mismo: “Junto las manos,/ es más fácil/ calentar la piel al contacto con otra piel,/ aunque pertenezcan al mismo cuerpo”. En contraste, también acudimos al desencuentro de dos cuerpos en un adiós que parece indecible: “Desnudarse mutilando el abrazo,/ deconstruir/ esa articulación”.

Sería injusto de mi parte no alejarme un poco de esta línea temática para referirme a otros hallazgos luminosos que nos ofrece Permanecer. Hay versos de una sutileza y una elegancia que ponen en balanza lo visceral y lo idílico (“Y bajo el agua se adivinan sombras”, “la ternura no es la espalda de la pornografía”), hay imágenes tan palpables que nos contagian de sus paisajes sumergidos (“Ensangrentado altar que nos sirvió de almohada”), hay poemas como Ese pececito de color, Super Glue o Piedra, que alternan las atmósferas de lo hogareño y cotidiano con las de lo conceptual y lo alegórico. Igualmente es muy interesante el diálogo sostenido que Rebeca mantiene con la sacerdotisa Diotima en las citas que preceden a cada sección; es quizá una suerte de raíz que atraviesa el crisol de las páginas para ensartarlas en una conciencia propia del libro.

La piel es el órgano más grande del cuerpo humano y también el que nos diseña en forma y unidad. Sin que se lo proponga explícitamente y sin que sea su único cometido, la poesía de Rebeca nos muestra las múltiples formas de tocar y ser tocados, y también la conservación de nuestra superficie única. Quizá la única forma de permanecer es trascendiéndonos, y esta es una de las pócimas que Rebeca asoma en su escritura. A pesar del movimiento -al ser piel, amor y tacto- somos raíces en nosotros mismos.


*El libro contiene un último apartado en el que la autora conversa con el poeta Óscar Curieses.


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